Es un día de sol cualquiera en una ciudad cualquiera, no importa mucho dónde ni cuándo. La pasión por el fútbol y por un glorioso club no tiene parámetros ni horarios. Para él, el niño que vive la vida plenamente día a día a pesar de los embates de su vida junto a su papá en una pequeña casita, saber cada domingo qué pasa con su amado Boca es una de las cosas que lo hace feliz, más allá del resultado de turno. Por eso aquel fin de semana no era uno más: el equipo estaba por consagrarse campeón del Oficial de Primera y él lo vería con sus ojitos por primera vez en su vida. Así esperó ansiosamente que llegara el domingo mientras iba a la escuela, tomaba la leche y dibujaba de su club en una mesita en su pieza al lado de su camita. Al mismo tiempo, su cabecita iba acunando esas ilusiones de infancia: ir a la cancha, ver a su equipo, a sus ídolos, gritar un gol, festejar un título. Boca tenía que ganar o ganar ya que su perseguidor más inmediato, Deportivo El Fuerte, lo había derrotado la fecha anterior y se le había puesto a un punto. Era la última jornada y el xeneize recibía en la Bombonera a Estudiantes de Las Palmas, mientras que El Fuerte iba a la cancha de Galácticos a vencer y esperar una caída boquense.
Pero no todo fue de rosa en su recorrido, claro, era como su papi le había enseñado tras la partida de su mamá. El sábado a la tarde,mientras jugaba a la pelota cerca de su casa, el niño sufrió un golpe contra una pared y debió ser internado. Su padre lo llevó rápidamente al hospital donde por suerte los médicos le dijeron que estaba fuera de peligro y consciente, pero que quedaría en observación por tres días, con lo que se perdería la final del domingo. Ni siquiera le dejaban escucharlo por radio ya que le habían establecido reposo absoluto, sin emociones, tal vez sin libertad. El pequeño lloró amargamente, mezcla de dolor y frustración, pero su papá lo abrazó. Y con su típica ternura de cada día le dijo: “No te preocupes, yo te voy a decir cómo va el partido cuando me autoricen…”. Pero no era lo mismo. El niño se iba a perder poder ver en vivo a sus estrellas por primera vez en su vida, y tal vez la gloria no tendría repetición. “No, nooo, yo quero verlo, quero escutarlo”, decía con sus errores fonéticos de infancia. Pero su delicada salud no lo iba a dejar. Por lo que pasaría la noche y el nuevo día en el hospital, sin saber de su club y sin mucha charla con su papá, ya que lo dejarían entrar poco para no entorpecer su curación. Así el padre se fue a la casita, tranquilo porque sabía que su hijito estaba protegido pero con la bronca de no poder ver con él una probable vuelta olímpica de su Boca, sólo le informaría fríamente y vaya a saber por intermedio de quién.
Llegó la noche del sábado y, tras comer livianamente, una cena lejos de sus gustos pero que acompañaba su evolución, el niñio fue dormido por una doctora que, antes de hacerlo, lo acarició y le dio un beso de buenas noches, consolándolo ya que estaba algo triste por todo lo contado. La joven y amable mujer se quedó a su lado observando atentamente cómo dormitaba profundamente, lo que era necesario para su recuperación. Mientras tanto, el papá también dormía en la casa, mucho menos tranquilo, claro, pero con ansias de que todo estaría bien al día siguiente con su Boca y eso le permitiría una alegría para su golpeado corazón.
De pronto, el niño tuvo un sueño mucho más hermoso de los que acostumbraba en la camita de su casa. Él no se daba cuenta que sólo era un sueño, porque era tan hermoso que parecía realidad. Un ángel le tocó su cabecita y viendo que lloraba por no poder ver a Boca, lo abrazó y le prometió: “Ven, te llevaré en mis alas a ver a Boca”. “¿Cómo vas a hacer, sin no puedo salir de aquí?”, preguntó con bronca. “No te preocupes, hablaré con Dios y él hará todo para que estés bien y puedas cumplir tus sueños…”, le volvió a prometer. Con su inocente alma, y en lugar de cuestionar todo como los grandes, el niño tuvo fe y el ángel lo llevó en sus alas a través de un cielo brillante lleno de estrellas fulgurantes que lo saludaban, rumbo a la Bombonera. Al llegar, el pequeño dijo que aún no era la hora del partido, era de madrugada y hacía mucho frío. El ángel lo cubrió con sus alas y lo acarició, diciéndole que no tuviera miedo, que él lo cuidaría hasta que saliera el sol y llegara el tan esperado encuentro.
Con el amanecer, el niño se encontró sentado en la platea de la Bombonera junto a unas pocas personas que, impacientes, esperaban el partido mientras comentaban de las posibilidades de campeón y el peligro de sus rivales. Al rato el niño brincó de alegría al ver a su papá y lo abrazó muy fuerte, lo necesitaba mucho después del mal momento vivido. “Gracias Dios mío”, clamaba el padre mirando al cielo mientras agradecía al ángel por haberlo cuidado. Y lo llevó a comer una rica hamburguesa con papas fritas, gaseosa y un suculento helado en la confitería del club, ya repleta de entusiastas hinchas que también comentaban la previa.
Se hizo la hora y el niño y su padre fueron a una cómoda tribuna llena de un sol que iba yéndose de a poco por la tarde, pero que alumbraba y calentaba bastante. Apenas Boca salió él levantó sus manitos saludando efusivamente a sus ídolos. Y al lado de su papá vio cómo Boca marcaba el primer gol por medio de una gran apilada de Diego Rodríguez, el 10 del equipo y goleador del torneo, uno de sus favoritos. Entretanto, Deportivo El Fuerte ganaba 3 a 0 en la cancha de Galácticos y esperaba un empate o derrota xeneize para aguarle al niño sus ilusiones. Más aún cuando Estudiantes de Las Palmas, un modesto conjunto recién ascendido y de floja campaña, conquistó el empate faltando poco para terminar por un remate de Juan Saponi que el arquero Pablo Pérez dejó escapar tontamente. El 1-1 y la goleada de El Fuerte lo privaban al de la Ribera de salir campeón; los hinchas estaban en silencio con la radio en la mano, y desde ya el niño sumaba una frustración más a las ya vividas. Llegó el final y Boca no pudo con el flojo pero estimulado Estudiantes, que le empató y le sacó el título que fue a parar a manos de Deportivo El Fuerte. Desconsolado, el pequeño se abrazó a su padre: “Papá, ¿esto es verdad o es un sueño? No puede ser que estos tontos nos c… el campeonato”. El padre sabía que sólo era un sueño, pero no quiso decirle nada para darle la sorpresa que merecía. Por eso el chiquito pasó de la bronca y el fastidio a las lágrimas. “¿Cuándo voy a volver a ver a Boca campeón?”. El papá no se pudo contener y, al verlo llorar, lo abrazó y le contó todo. “Hijito, no te preocupes, esto es sólo una pesadilla. Hoy Boca va a salir campeón, ya vas a ver…”. El hombre estaba muy seguro, como si supiera el final del cuento. “Vos haceme caso que hyo sé lo que te digo”, le confió tiernamente y dándole gran seguridad. Pero el nene no estaba muy convencido. En verdad, no entendía nada, si era un sueño, una pesadilla, una realidad o una mezcla de todo.
Pero no era un sueño. El niño se había despertado a la mitad de la madrugada y su padre, avisado por el hospital de que podía ir a verlo, había llegado y estaba junto a su cama. Y tras acariciarlo, había recibido la buena noticia de que su hijo estaba bien y que podía dejar el centro médico, aunque igualmente debía volver en la semana para ser revisado. Pero el chiquito recién se dio cuenta, en su total inocencia, de que todo era realidad cuando vino el empate de Estudiantes. En medio de su bronca, el papá le aclaró que por su golpe recién había podido despertarse totalmente esa tarde. Con alegría, el niño se vio en la realidad sanado, en la tribuna de la Bombonera junto a su papá y alentando a su querido club. Pero el atardecer impiadoso le estaba por abrir la puerta a la noche y el pequeño no tenía aún su mayor alegría, ya que el empate lo dejaba a Boca sin título. De pronto, el ángel sobrevoló la Bombonera e inspiró a los jugadores la fuerza para irse con todo en busca del gol de la victoria. Alentados por 55 000 personas, entre ellas el niño y su padre, los xeneizes forzaron ataques sobre el arco de Estudiantes pero sin ideas claras, por lo que el 2-1 se veía cada vez más lejos y el final y la desilusión de un segundo puesto, impensado tras la gran campaña del equipo, se acercaba.
Pero Dios hizo posible el sueño del niño: Faltando 20 segundos y en la última jugada del partido, Boca tuvo un córner a su favor. La defensa de Estudiantes despejó pero le dejó servido el balón a Diego Rodríguez. Y el 10 de oro le pegó de zurda intentando clavarla en el ángulo. El tiro fue bueno y superó la estirada de Daniel Converti, pero parecía por su trayectoria que la pelota se iriía afuera y así se daría el final con el empate. Sin embargo, la pelota hizo una extraña curva, bajó y se metió en el ángulo moviendo furiosamente la red de Estudiantes. Y las 55 000 personas estallaron en un grito de gol. Entre ellas, claro, el niño y su papá, pletóricos de felicidad. Ni hablar cuando el árbitro Juan Carlos Betti pitó el final y Boca se consagró finalmente campeón. Justo cuando llegó la noche y el frío viento los envolvía, el niño abrazó a su papá y los dos lloraron. Pero ahora era de alegría por el campeonato tan esperado por los dos. Y, como fue en la semana en casa o la escuela, como la noche anterior en el hospital, los dos estuvieron juntos pero ahora para ser felices. Los altavoces de la Bombonera los invitaron a ambos a bajar a la cancha, los dos no entendían nada pero fueron presurosos a recibir una posible sorpresa. Y en efecto, el club que conocía bien al hombre y a su hijo porque tantas veces fueron allí a divertirse, y sabiendo lo que había pasado, le dio un regalo extra: cuando ambos llegaron al campo de juego, el presidente Daniel Angelici le obsequió una camiseta de Boca nueva, la misma de los jugadores y una pelota de fútbol nueva, mejor que la desinflada que tenía ya que su papá aún no le podía comprar una. Y para cerrar la noche de gloria, el niño dio la vuelta olímpica con los jugadores y se sacó fotos con todos, por supuesto con Diego Rodríguez, el autor del triunfo y su ídolo. “Y, ¿estás contento?”, le preguntó el talentoso mediocampista abrazándolo. “Sííí, sí, estoy recontento”, sonrió el niño desde su más tierna inocencia. Mientras tanto, el papá habló con Angelici, que lo invitó a él y a su hijo a la cena festejo en una típica pizzería de la Boca. “Uh, qué bueno, con lo que le gusta la pizza, se va a poner contentísimo…”, decía.
Y así se dio todo. Gracias al ángel y sobre todo al Dios que como dicen sabe lo que hace, Boca salió campeón, le dedicó el título a El Fuerte, su eterno rival, y una hora después del triunfo sobre Estudiantes, todos se juntaron en la pizzería La Mamma para celebrar en una noche llena de estrellas. El niño comió su pizza, tomó su gaseosa, disfrutó su helado, pero mucho más saber que a su lado estaba su papá, ése que tantas veces rió y se entristeció con él, ése que estuvo en sus alegrías y en sus malos momentos. Ése con quien siempre fue feliz más allá de los embates de la vida. Ahora lo era junto a él y al plantel y los dirigentes de su amado Boca, que le hicieron más regalos y lo invitaron a cantar en un escenario. Y como broche, el presidente Angelici le obsequió un abono gratis para ver a Boca por toda la vida, recompensando tanto sufrimiento propio y ajeno a través de los años. Sí, el niño tuvo la felicidad que todo niño merece, y Boca había sido una vez más la gran razón. Y lo más importante, no era un sueño, era una realidad.
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