Bienvenidos a Así Es La Vida, un blog de todo un poco, una charla con un amigo, sin tiempo ni espacio, sin intereses, sin estructuras. El caminar de un ciudadano por la vida. Dedicado a mi madre Anita.
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jueves, 6 de agosto de 2020
EL SENEGALÉS QUE BORGES DISCUTIA
De Jorge Luis Borges no vamos ahora a descubrir su enorme vida con la literatura, sus obras, su jerarquía, su legado. Menos nos interesan sus vaivenes personales. Pero una curiosidad de las que Así Es La Vida gusta de hacer foco nos atrapa. Hubo un senegalés, de ese país de Africa Occidental, llamado Léopold Sédar Senghor, que al menos para sus compatriotas fue un grande, primer presidente de la nación en 1960, apenas fue independiente. Sédar era además escritor y estuvo en boca de Borges varias veces, y no de buena forma. No sólo compitieron por el Premio Nobel de Literatura (que ninguno ganó), sino que hasta el argentino criticó duramente al africano en su momento. Borges dijo una vez que si Sédar, obviamente de raza negra, ganaba el Nobel, el próximo premio iba a ser para un esquimal. En otra cita, tras escucharlo en un congreso de poetas en Marruecos, lo definió como un "macaneador y charlatán", ya que Senghor aseguraba que el hombre occidental descendía del africano blanqueado por el sol del Mediterráneo. El autor de Ficciones y El Aleph entre otras notables, que tanto uno disfrutó en el colegio, fue muchas veces polémico hasta con la política, recibiendo por ejemplo un título honoris causa de nada menos Augusto Pinochet, aunque antes se opuso a golpes de Estado en Argentina y Latinoamérica. Sólo es una apostilla, nada que lo quiera empañar ni amarillo. Borges tuvo algo que ver con Africa y Senegal, más allá de sus dichos.
sábado, 24 de agosto de 2019
LA LEYENDA DEL RÍO DE ORO
Este es un pequeño hermoso cuento infantil que leí una mañana de los 80 en la casa de mi madrina Marta, en Olivos. El relato, como era tan chico, no lo recuerdo exacto completamente, pero lo que puedo recordar constituye una de esas lindas historietas que dejan algo en la mente, lo cual hoy buena falta hace.
La leyenda cuenta sobre tres hermanitos alemanes, Hans (el mayor), Schwartz (el del medio) y Gluck, el más chiquito. Los tres vivían cerca de un río que, según sabían, podía cambiar el color de su agua a oro. Para eso tenían que recoger agua en un recipiente y llevarla hasta el río, y allí echarla. Si se portaban bien tendrían su premio con el sueño de ver el río dorado, si no les sucederían cosas malas.
Como pasa en tantas familias, Hans y Schwartz, los mayores de Gluck, tenían tal ascendente sobre él que lo dominaban, lo retaban y en ocasiones lo trataban mal, hasta con cachetazos sin justificación. Gluck sólo lloraba y no respondía a las agresiones. Mientras, los otros dos cargaron agua y la llevaron al río. En el camino se encontraron con una persona enferma que les pidió un poco de agua, la que no le dieron. Luego con un anciano sediento, al que tampoco le convidaron, y luego con un perro que les pidió con su pata por favor un poco de ella, a lo que le propinaron un puntapié y lo echaron. Llegaron al río, vertieron el agua pero el río no cambió su color, y en cambio ellos desaparecieron.
Gluck también quería ver el caudal convertido en dorado. Pero su almita, su bondad, sus acciones fueron muy distintas. Llevó el agua a medio llenar un pequeño recipiente. Le dio al enfermo, y le quedó un cuarto. Se cruzó con el anciano y éste le rogó, a lo que Gluck le dio y sólo pidió que no la bebiera toda. Se encontró con el perro, y viéndolo agitado e indefenso, le dio otro poquito de agua. Así le quedaron tres o cuatro gotas. Gluck llegó al río, las echó y el río se convirtió, como su deseo, en color oro.
Las malas acciones, la prepotencia, el maltrato de Hans y Schwartz les impidieron realizar su sueño y encima los condenaron. La humildad, la dulzura de corazón, la generosidad de Gluck, que el poco agua que tenía la dio, le permitió al más pequeño hacer realidad su sueño feliz.
La leyenda cuenta sobre tres hermanitos alemanes, Hans (el mayor), Schwartz (el del medio) y Gluck, el más chiquito. Los tres vivían cerca de un río que, según sabían, podía cambiar el color de su agua a oro. Para eso tenían que recoger agua en un recipiente y llevarla hasta el río, y allí echarla. Si se portaban bien tendrían su premio con el sueño de ver el río dorado, si no les sucederían cosas malas.
Como pasa en tantas familias, Hans y Schwartz, los mayores de Gluck, tenían tal ascendente sobre él que lo dominaban, lo retaban y en ocasiones lo trataban mal, hasta con cachetazos sin justificación. Gluck sólo lloraba y no respondía a las agresiones. Mientras, los otros dos cargaron agua y la llevaron al río. En el camino se encontraron con una persona enferma que les pidió un poco de agua, la que no le dieron. Luego con un anciano sediento, al que tampoco le convidaron, y luego con un perro que les pidió con su pata por favor un poco de ella, a lo que le propinaron un puntapié y lo echaron. Llegaron al río, vertieron el agua pero el río no cambió su color, y en cambio ellos desaparecieron.
Gluck también quería ver el caudal convertido en dorado. Pero su almita, su bondad, sus acciones fueron muy distintas. Llevó el agua a medio llenar un pequeño recipiente. Le dio al enfermo, y le quedó un cuarto. Se cruzó con el anciano y éste le rogó, a lo que Gluck le dio y sólo pidió que no la bebiera toda. Se encontró con el perro, y viéndolo agitado e indefenso, le dio otro poquito de agua. Así le quedaron tres o cuatro gotas. Gluck llegó al río, las echó y el río se convirtió, como su deseo, en color oro.
Las malas acciones, la prepotencia, el maltrato de Hans y Schwartz les impidieron realizar su sueño y encima los condenaron. La humildad, la dulzura de corazón, la generosidad de Gluck, que el poco agua que tenía la dio, le permitió al más pequeño hacer realidad su sueño feliz.
viernes, 16 de agosto de 2019
HISTORIAS DE INFANCIA: VAGO CON HORACIO QUIROGA
Una historia de las tantas gloriosas del Colegio San Antonio, ocurrió varias tardes soleadas del 83, de mi quinto B, de mis 10 añitos. Y, perdón por la modestia, pero ésta es la mejor explicación de por qué yo era tan inteligente. Debido a mi conducta, cada dos por tres ligaba copia de castigo de la inolvidable señorita Rocío. Y hacer una copia era tedioso, aburrido, engorroso y deprimente. Entonces inventé un práctico método: se me ocurrió copiar siempre un fragmento de la novela ‘’Anaconda’’, de Horacio Quiroga, una de las 20 del glorioso Manual del Alumno Bonaerense que trabajábamos. Pero no la elegía porque me gustara o porque la señorita me la había mandado, sino porque esa lectura ERA LA MAS CORTA DE TODO EL LIBRO: DURABA 11 RENGLONES. Menos mal que Rocío nunca se dio cuenta...
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martes, 13 de junio de 2017
HOY ES EL DÍA DEL ESCRITOR
Además de San Antonio, otro aniversario importante es el Día del Escritor, instituido en homenaje al natalicio de Leopoldo Lugones, uno de los grandes de la poesía y narrativa argentina, fallecido en 1938, autor entre otros de La Guerra Gaucha. También me toca de cerca, porque aunque no soy escritor de profesión, entre mi periodismo, mi música y estas hermosas entradas casi me convertí en escritor, algo que siempre, desde chico, me apasionó y ayudó a desarrollarme. Aparte, soy un fanático del lenguaje y su buen uso, siempre intento hacerlo. Tanto para un amateur como yo como para los que realmente saben escribir, mis saludos y deseos de que la literatura nunca se pierda en esta vida agitada.
domingo, 31 de enero de 2016
CUENTO FANTÁSTICO DE VERANO: UNA MUJER CONTRA TODOS
Fue un verano como cualquiera, en esa belleza llamada Santa Lucía del Mar, a más de 200 km de Ciudad Luz. Hasta sus paradisíacas playas llegaron ese grupo de amigos para pasar unas vacaciones como cualquier alma que busca reponer energías del cuerpo. Y también, claro, del alma. Uno de ellos, Diego, estaba mal de ánimo por esos días tras una nefasta experiencia de amores, la cual trataba de superar apoyado en las lindas vivencias con sus amigos. Como ese día de pleno sol en la playa Las Rocas, donde la naturaleza esplendorosa le hacía bien y se mezclaba con la compañía de los chicos. Pero ellos eran muy locos, les gustaba la superaventura y en alguún caso hasta se pasaban del límite. Diego no aceptaba esa vida, era diferente a los demás en su forma de vivir. Eso también a veces lo alejaba de ellos, por eso también se sentía apenado.
Tras ese intenso día de playa, con mar, fútbol, pesca y caminata del grupo, todos se iban a volver a la casa que ocupaban para esperar la noche, un atractivo importante en Santa Lucía. Diego estaba solitario, ensimismado en sus pensamientos, y en un momento le volvió la tristeza a la cara. Fue entonces que una jovencita rubia se acercó a él preguntándole si le pasaba algo. “No, nada, nada”, respondió con timidez. Como ella insistió, él se quebró y le contó de sus dolores. La joven quedó conmovida y le dijo que ella también había tenido una relación muy mala y que acababa de romperla. Mientras el viento de las 7 arreciaba en Las Rocas y la charla empezaba a ser más amigable, uno de los chicos lo llamó impertinentemente: “Diego, dejá las minitas y dale que nos vamos, man”. El chico se sintió avergonzado, una vez más expuesto al loco modo de los otros, y tras despedirse de la chica con timidez se fue con ellos. “¿Qué pasa pibe, te enganchaste una minita?”, se le reía uno. Diego frunció el ceño y no le hizo caso, molesto por su pena y porque le habían frustrado uno de los pocos momentos de alegría que tenía. Mal predispuesto y con bronca, volvió a la casa, pero no habló ahí ni tampoco cuando el grupo se juntó, ya cambiado, para salir a disfrutar la vida nocturna de Santa Lucía. Y menos cuando todos se reunieron en el bar Las Perlas a cenar. Él sólo comía y miraba a su alrededor sin decir palabra, sólo pensaba en su pena y en esa joven, lamentando no haberle preguntado ni su nombre.
De pronto, Diego se fue a otra mesa, molesto porque nadie le hablaba, otro golpe en su alma. Una camarera lo atendió y él pidió un café simple. Mientras tomaba el café y miraba con melancolía el mar con la noche estrellada de fondo, una bellísima vista de Santa Lucía, de repente sintió que alguien le tocaba suave la espalda. Giró apensa el cuerpo y vio a la jovencita con quien charló al atardecer en Las Rocas, y que desde ese momento había ocupado su mente. Muy bonita, con un vestido blanco con flores y su largo cabello húmedo, ella se sentó a su lado y, muy amigablemente, le empezó a charlar y a preguntar más sobre él. Diego, entusiasmado, recuperó la alegría y al mismo tiempo lagrimeó, siempre con contrastes. La preciosa chica lo consoló y lo invitó con otro café con unas deliciosas masas. Los dos disfrutaron el menú y Diego se dispuso a pagar. Sin embargo, la jovencita lo frenó y le dijo que ella pagaría, lo que hizo enseguida. “Quedate tranquilo, no tengo ningún problema en invitarte, me encanta la gente agradable como vos”, le susurró con su dulce voz. Diego se puso muy feliz, volvió a su alegre modo de ser y se quedó catuivado por la rubia, con quien charló largo rato. Cuando uno de sus amigos fue a avisarle que se iban, Diego dijo que estaba enojado con ellos y no volvería. La chica intercedió y se ofreció: “Dejen chicos, yo me quedo con él”, evidentemente enamorada de él. Pasó la noche, la madrugada y ella lo acompañó a su caasa por la noche silenciosa de Santa Lucía. Al llegar, y atrapado por la dulzura de la mujer, Diego salió de su alma tímida y se animó a decir dulcemente: “Gracias amor, nunca había visto una chica tan dulce como vos”. La joven se sonrió y, atrapada por él y por su forma de ser, le pidió un beso. Él asintió pensando en un beso normal, pero ella lo besó suavemente en la boca. “Perdón, es que me enamoré de vos”, le dijo haciéndolo temblar. Al notarlo así, le tocóel hombro y lo tranquilizó: “No te preocupes, no tenés que amarme ni nada, sólo quise decirte lo que siento”. Diego no se quedó y arreglaron para verse. Por una vez, Dios le había dado una mano a su alma. Ella le pasó su nombre, teléfono y dirección y quedaron en verse al día siguiente.
La chica, llamada Priscilla, era distinta a las locas mujeres que invaden cada verano Santa Lucía con sus minifaldas, sus locuras y sus gritos. Ella era correcta, tranquila, dulce, derecha, amorosa. La persona que Diego buscaba. Y él creyó que había encontrado el sol en su alma. Pero sus amigos se opusieron a que él saliera con ella. “Qué, ¿ahora te vas con la mina y nos dejás en banda?” “No seas boludo, esa mina no sirve, no te va a dar sexo, ahora te quiere y después te larga”, le espetó otro cruelmente. Diego, pasional y herido de antemano, no le contestó y cada vez más se apartó del grupo. Los demás lo siguieron tirando abajo con sus ilusiones, pero él estaba convencido de que Priscilla era la persona que él necesitaba. Y cuanto más sus amigos le estaban en contra, él más quería estar con ella. Tuvo peleas con un par de los chicos, los demás se aliaron con éstos y lo dejaron de costado más de lo que ya lo habían hecho.
Diego se puso triste otra vez. Tenía que optar entre sus amigos o una mujer que, si bien buena, era desconocida y no sabía para dónde podía ir. Mientras tanto, los otros seguían en sus locuras, su música a todo volumen, su alcohol y su vida agitada. De pronto sonó su celular, atendió sin muchas ganas y se sintió muy bien cuando la voz de Priscilla lo llamaba. “Dieguito, te paso a buscar y nos vamos a pasear esta noche, ¿Querés?” Por supuesto dijo que sí. Y tras otro intenso día de playa y sol, se vistió muy bien y se fue con Priscilla. Pasearon, cenaron y consolidaron su flamante noviazgo. Pero él tenía una inquietud: “Mis amigos no te quieren”, dijo muy triste. Priscilla, muy dulce, lo acarició y le dijo: “Amor, si vos me amás nada importa”. “Sí, claro que sí, nunca vi una chica como vos”, repitió sincero. La joven le tomó la mano y lo besó en la boca suavemente, y él la besó con amor. Justo aparecieron un par de sus amigos y le dijeron desubicadamente “esa mina no te da sexo, largá hermano”. Diego no se inmutó por el lenguaje y las locuras de ellos y siguió al lado de Priscilla. Y juntos pasaron el verano en la dulce Santa Lucía del Mar, amándose y disfrutando su amor. Los demás siguieron su vida, lo apartaron pero también sufrieron problemas con otras mujeres y hasta uno fue demorado por un incidente en una discoteca. El verdadero amor había triunfado. El alma pura de Diego y de Priscilla, era mucho más fuerte e importante que la vida loca del mundo. Y así los dos vivieron un verano de real ensueño.
Tras ese intenso día de playa, con mar, fútbol, pesca y caminata del grupo, todos se iban a volver a la casa que ocupaban para esperar la noche, un atractivo importante en Santa Lucía. Diego estaba solitario, ensimismado en sus pensamientos, y en un momento le volvió la tristeza a la cara. Fue entonces que una jovencita rubia se acercó a él preguntándole si le pasaba algo. “No, nada, nada”, respondió con timidez. Como ella insistió, él se quebró y le contó de sus dolores. La joven quedó conmovida y le dijo que ella también había tenido una relación muy mala y que acababa de romperla. Mientras el viento de las 7 arreciaba en Las Rocas y la charla empezaba a ser más amigable, uno de los chicos lo llamó impertinentemente: “Diego, dejá las minitas y dale que nos vamos, man”. El chico se sintió avergonzado, una vez más expuesto al loco modo de los otros, y tras despedirse de la chica con timidez se fue con ellos. “¿Qué pasa pibe, te enganchaste una minita?”, se le reía uno. Diego frunció el ceño y no le hizo caso, molesto por su pena y porque le habían frustrado uno de los pocos momentos de alegría que tenía. Mal predispuesto y con bronca, volvió a la casa, pero no habló ahí ni tampoco cuando el grupo se juntó, ya cambiado, para salir a disfrutar la vida nocturna de Santa Lucía. Y menos cuando todos se reunieron en el bar Las Perlas a cenar. Él sólo comía y miraba a su alrededor sin decir palabra, sólo pensaba en su pena y en esa joven, lamentando no haberle preguntado ni su nombre.
De pronto, Diego se fue a otra mesa, molesto porque nadie le hablaba, otro golpe en su alma. Una camarera lo atendió y él pidió un café simple. Mientras tomaba el café y miraba con melancolía el mar con la noche estrellada de fondo, una bellísima vista de Santa Lucía, de repente sintió que alguien le tocaba suave la espalda. Giró apensa el cuerpo y vio a la jovencita con quien charló al atardecer en Las Rocas, y que desde ese momento había ocupado su mente. Muy bonita, con un vestido blanco con flores y su largo cabello húmedo, ella se sentó a su lado y, muy amigablemente, le empezó a charlar y a preguntar más sobre él. Diego, entusiasmado, recuperó la alegría y al mismo tiempo lagrimeó, siempre con contrastes. La preciosa chica lo consoló y lo invitó con otro café con unas deliciosas masas. Los dos disfrutaron el menú y Diego se dispuso a pagar. Sin embargo, la jovencita lo frenó y le dijo que ella pagaría, lo que hizo enseguida. “Quedate tranquilo, no tengo ningún problema en invitarte, me encanta la gente agradable como vos”, le susurró con su dulce voz. Diego se puso muy feliz, volvió a su alegre modo de ser y se quedó catuivado por la rubia, con quien charló largo rato. Cuando uno de sus amigos fue a avisarle que se iban, Diego dijo que estaba enojado con ellos y no volvería. La chica intercedió y se ofreció: “Dejen chicos, yo me quedo con él”, evidentemente enamorada de él. Pasó la noche, la madrugada y ella lo acompañó a su caasa por la noche silenciosa de Santa Lucía. Al llegar, y atrapado por la dulzura de la mujer, Diego salió de su alma tímida y se animó a decir dulcemente: “Gracias amor, nunca había visto una chica tan dulce como vos”. La joven se sonrió y, atrapada por él y por su forma de ser, le pidió un beso. Él asintió pensando en un beso normal, pero ella lo besó suavemente en la boca. “Perdón, es que me enamoré de vos”, le dijo haciéndolo temblar. Al notarlo así, le tocóel hombro y lo tranquilizó: “No te preocupes, no tenés que amarme ni nada, sólo quise decirte lo que siento”. Diego no se quedó y arreglaron para verse. Por una vez, Dios le había dado una mano a su alma. Ella le pasó su nombre, teléfono y dirección y quedaron en verse al día siguiente.
La chica, llamada Priscilla, era distinta a las locas mujeres que invaden cada verano Santa Lucía con sus minifaldas, sus locuras y sus gritos. Ella era correcta, tranquila, dulce, derecha, amorosa. La persona que Diego buscaba. Y él creyó que había encontrado el sol en su alma. Pero sus amigos se opusieron a que él saliera con ella. “Qué, ¿ahora te vas con la mina y nos dejás en banda?” “No seas boludo, esa mina no sirve, no te va a dar sexo, ahora te quiere y después te larga”, le espetó otro cruelmente. Diego, pasional y herido de antemano, no le contestó y cada vez más se apartó del grupo. Los demás lo siguieron tirando abajo con sus ilusiones, pero él estaba convencido de que Priscilla era la persona que él necesitaba. Y cuanto más sus amigos le estaban en contra, él más quería estar con ella. Tuvo peleas con un par de los chicos, los demás se aliaron con éstos y lo dejaron de costado más de lo que ya lo habían hecho.
Diego se puso triste otra vez. Tenía que optar entre sus amigos o una mujer que, si bien buena, era desconocida y no sabía para dónde podía ir. Mientras tanto, los otros seguían en sus locuras, su música a todo volumen, su alcohol y su vida agitada. De pronto sonó su celular, atendió sin muchas ganas y se sintió muy bien cuando la voz de Priscilla lo llamaba. “Dieguito, te paso a buscar y nos vamos a pasear esta noche, ¿Querés?” Por supuesto dijo que sí. Y tras otro intenso día de playa y sol, se vistió muy bien y se fue con Priscilla. Pasearon, cenaron y consolidaron su flamante noviazgo. Pero él tenía una inquietud: “Mis amigos no te quieren”, dijo muy triste. Priscilla, muy dulce, lo acarició y le dijo: “Amor, si vos me amás nada importa”. “Sí, claro que sí, nunca vi una chica como vos”, repitió sincero. La joven le tomó la mano y lo besó en la boca suavemente, y él la besó con amor. Justo aparecieron un par de sus amigos y le dijeron desubicadamente “esa mina no te da sexo, largá hermano”. Diego no se inmutó por el lenguaje y las locuras de ellos y siguió al lado de Priscilla. Y juntos pasaron el verano en la dulce Santa Lucía del Mar, amándose y disfrutando su amor. Los demás siguieron su vida, lo apartaron pero también sufrieron problemas con otras mujeres y hasta uno fue demorado por un incidente en una discoteca. El verdadero amor había triunfado. El alma pura de Diego y de Priscilla, era mucho más fuerte e importante que la vida loca del mundo. Y así los dos vivieron un verano de real ensueño.
domingo, 1 de noviembre de 2015
CUENTO FANTÁSTICO: EL NIÑO HINCHA DE BOCA
Es un día de sol cualquiera en una ciudad cualquiera, no importa mucho dónde ni cuándo. La pasión por el fútbol y por un glorioso club no tiene parámetros ni horarios. Para él, el niño que vive la vida plenamente día a día a pesar de los embates de su vida junto a su papá en una pequeña casita, saber cada domingo qué pasa con su amado Boca es una de las cosas que lo hace feliz, más allá del resultado de turno. Por eso aquel fin de semana no era uno más: el equipo estaba por consagrarse campeón del Oficial de Primera y él lo vería con sus ojitos por primera vez en su vida. Así esperó ansiosamente que llegara el domingo mientras iba a la escuela, tomaba la leche y dibujaba de su club en una mesita en su pieza al lado de su camita. Al mismo tiempo, su cabecita iba acunando esas ilusiones de infancia: ir a la cancha, ver a su equipo, a sus ídolos, gritar un gol, festejar un título. Boca tenía que ganar o ganar ya que su perseguidor más inmediato, Deportivo El Fuerte, lo había derrotado la fecha anterior y se le había puesto a un punto. Era la última jornada y el xeneize recibía en la Bombonera a Estudiantes de Las Palmas, mientras que El Fuerte iba a la cancha de Galácticos a vencer y esperar una caída boquense.
Pero no todo fue de rosa en su recorrido, claro, era como su papi le había enseñado tras la partida de su mamá. El sábado a la tarde,mientras jugaba a la pelota cerca de su casa, el niño sufrió un golpe contra una pared y debió ser internado. Su padre lo llevó rápidamente al hospital donde por suerte los médicos le dijeron que estaba fuera de peligro y consciente, pero que quedaría en observación por tres días, con lo que se perdería la final del domingo. Ni siquiera le dejaban escucharlo por radio ya que le habían establecido reposo absoluto, sin emociones, tal vez sin libertad. El pequeño lloró amargamente, mezcla de dolor y frustración, pero su papá lo abrazó. Y con su típica ternura de cada día le dijo: “No te preocupes, yo te voy a decir cómo va el partido cuando me autoricen…”. Pero no era lo mismo. El niño se iba a perder poder ver en vivo a sus estrellas por primera vez en su vida, y tal vez la gloria no tendría repetición. “No, nooo, yo quero verlo, quero escutarlo”, decía con sus errores fonéticos de infancia. Pero su delicada salud no lo iba a dejar. Por lo que pasaría la noche y el nuevo día en el hospital, sin saber de su club y sin mucha charla con su papá, ya que lo dejarían entrar poco para no entorpecer su curación. Así el padre se fue a la casita, tranquilo porque sabía que su hijito estaba protegido pero con la bronca de no poder ver con él una probable vuelta olímpica de su Boca, sólo le informaría fríamente y vaya a saber por intermedio de quién.
Llegó la noche del sábado y, tras comer livianamente, una cena lejos de sus gustos pero que acompañaba su evolución, el niñio fue dormido por una doctora que, antes de hacerlo, lo acarició y le dio un beso de buenas noches, consolándolo ya que estaba algo triste por todo lo contado. La joven y amable mujer se quedó a su lado observando atentamente cómo dormitaba profundamente, lo que era necesario para su recuperación. Mientras tanto, el papá también dormía en la casa, mucho menos tranquilo, claro, pero con ansias de que todo estaría bien al día siguiente con su Boca y eso le permitiría una alegría para su golpeado corazón.
De pronto, el niño tuvo un sueño mucho más hermoso de los que acostumbraba en la camita de su casa. Él no se daba cuenta que sólo era un sueño, porque era tan hermoso que parecía realidad. Un ángel le tocó su cabecita y viendo que lloraba por no poder ver a Boca, lo abrazó y le prometió: “Ven, te llevaré en mis alas a ver a Boca”. “¿Cómo vas a hacer, sin no puedo salir de aquí?”, preguntó con bronca. “No te preocupes, hablaré con Dios y él hará todo para que estés bien y puedas cumplir tus sueños…”, le volvió a prometer. Con su inocente alma, y en lugar de cuestionar todo como los grandes, el niño tuvo fe y el ángel lo llevó en sus alas a través de un cielo brillante lleno de estrellas fulgurantes que lo saludaban, rumbo a la Bombonera. Al llegar, el pequeño dijo que aún no era la hora del partido, era de madrugada y hacía mucho frío. El ángel lo cubrió con sus alas y lo acarició, diciéndole que no tuviera miedo, que él lo cuidaría hasta que saliera el sol y llegara el tan esperado encuentro.
Con el amanecer, el niño se encontró sentado en la platea de la Bombonera junto a unas pocas personas que, impacientes, esperaban el partido mientras comentaban de las posibilidades de campeón y el peligro de sus rivales. Al rato el niño brincó de alegría al ver a su papá y lo abrazó muy fuerte, lo necesitaba mucho después del mal momento vivido. “Gracias Dios mío”, clamaba el padre mirando al cielo mientras agradecía al ángel por haberlo cuidado. Y lo llevó a comer una rica hamburguesa con papas fritas, gaseosa y un suculento helado en la confitería del club, ya repleta de entusiastas hinchas que también comentaban la previa.
Se hizo la hora y el niño y su padre fueron a una cómoda tribuna llena de un sol que iba yéndose de a poco por la tarde, pero que alumbraba y calentaba bastante. Apenas Boca salió él levantó sus manitos saludando efusivamente a sus ídolos. Y al lado de su papá vio cómo Boca marcaba el primer gol por medio de una gran apilada de Diego Rodríguez, el 10 del equipo y goleador del torneo, uno de sus favoritos. Entretanto, Deportivo El Fuerte ganaba 3 a 0 en la cancha de Galácticos y esperaba un empate o derrota xeneize para aguarle al niño sus ilusiones. Más aún cuando Estudiantes de Las Palmas, un modesto conjunto recién ascendido y de floja campaña, conquistó el empate faltando poco para terminar por un remate de Juan Saponi que el arquero Pablo Pérez dejó escapar tontamente. El 1-1 y la goleada de El Fuerte lo privaban al de la Ribera de salir campeón; los hinchas estaban en silencio con la radio en la mano, y desde ya el niño sumaba una frustración más a las ya vividas. Llegó el final y Boca no pudo con el flojo pero estimulado Estudiantes, que le empató y le sacó el título que fue a parar a manos de Deportivo El Fuerte. Desconsolado, el pequeño se abrazó a su padre: “Papá, ¿esto es verdad o es un sueño? No puede ser que estos tontos nos c… el campeonato”. El padre sabía que sólo era un sueño, pero no quiso decirle nada para darle la sorpresa que merecía. Por eso el chiquito pasó de la bronca y el fastidio a las lágrimas. “¿Cuándo voy a volver a ver a Boca campeón?”. El papá no se pudo contener y, al verlo llorar, lo abrazó y le contó todo. “Hijito, no te preocupes, esto es sólo una pesadilla. Hoy Boca va a salir campeón, ya vas a ver…”. El hombre estaba muy seguro, como si supiera el final del cuento. “Vos haceme caso que hyo sé lo que te digo”, le confió tiernamente y dándole gran seguridad. Pero el nene no estaba muy convencido. En verdad, no entendía nada, si era un sueño, una pesadilla, una realidad o una mezcla de todo.
Pero no era un sueño. El niño se había despertado a la mitad de la madrugada y su padre, avisado por el hospital de que podía ir a verlo, había llegado y estaba junto a su cama. Y tras acariciarlo, había recibido la buena noticia de que su hijo estaba bien y que podía dejar el centro médico, aunque igualmente debía volver en la semana para ser revisado. Pero el chiquito recién se dio cuenta, en su total inocencia, de que todo era realidad cuando vino el empate de Estudiantes. En medio de su bronca, el papá le aclaró que por su golpe recién había podido despertarse totalmente esa tarde. Con alegría, el niño se vio en la realidad sanado, en la tribuna de la Bombonera junto a su papá y alentando a su querido club. Pero el atardecer impiadoso le estaba por abrir la puerta a la noche y el pequeño no tenía aún su mayor alegría, ya que el empate lo dejaba a Boca sin título. De pronto, el ángel sobrevoló la Bombonera e inspiró a los jugadores la fuerza para irse con todo en busca del gol de la victoria. Alentados por 55 000 personas, entre ellas el niño y su padre, los xeneizes forzaron ataques sobre el arco de Estudiantes pero sin ideas claras, por lo que el 2-1 se veía cada vez más lejos y el final y la desilusión de un segundo puesto, impensado tras la gran campaña del equipo, se acercaba.
Pero Dios hizo posible el sueño del niño: Faltando 20 segundos y en la última jugada del partido, Boca tuvo un córner a su favor. La defensa de Estudiantes despejó pero le dejó servido el balón a Diego Rodríguez. Y el 10 de oro le pegó de zurda intentando clavarla en el ángulo. El tiro fue bueno y superó la estirada de Daniel Converti, pero parecía por su trayectoria que la pelota se iriía afuera y así se daría el final con el empate. Sin embargo, la pelota hizo una extraña curva, bajó y se metió en el ángulo moviendo furiosamente la red de Estudiantes. Y las 55 000 personas estallaron en un grito de gol. Entre ellas, claro, el niño y su papá, pletóricos de felicidad. Ni hablar cuando el árbitro Juan Carlos Betti pitó el final y Boca se consagró finalmente campeón. Justo cuando llegó la noche y el frío viento los envolvía, el niño abrazó a su papá y los dos lloraron. Pero ahora era de alegría por el campeonato tan esperado por los dos. Y, como fue en la semana en casa o la escuela, como la noche anterior en el hospital, los dos estuvieron juntos pero ahora para ser felices. Los altavoces de la Bombonera los invitaron a ambos a bajar a la cancha, los dos no entendían nada pero fueron presurosos a recibir una posible sorpresa. Y en efecto, el club que conocía bien al hombre y a su hijo porque tantas veces fueron allí a divertirse, y sabiendo lo que había pasado, le dio un regalo extra: cuando ambos llegaron al campo de juego, el presidente Daniel Angelici le obsequió una camiseta de Boca nueva, la misma de los jugadores y una pelota de fútbol nueva, mejor que la desinflada que tenía ya que su papá aún no le podía comprar una. Y para cerrar la noche de gloria, el niño dio la vuelta olímpica con los jugadores y se sacó fotos con todos, por supuesto con Diego Rodríguez, el autor del triunfo y su ídolo. “Y, ¿estás contento?”, le preguntó el talentoso mediocampista abrazándolo. “Sííí, sí, estoy recontento”, sonrió el niño desde su más tierna inocencia. Mientras tanto, el papá habló con Angelici, que lo invitó a él y a su hijo a la cena festejo en una típica pizzería de la Boca. “Uh, qué bueno, con lo que le gusta la pizza, se va a poner contentísimo…”, decía.
Y así se dio todo. Gracias al ángel y sobre todo al Dios que como dicen sabe lo que hace, Boca salió campeón, le dedicó el título a El Fuerte, su eterno rival, y una hora después del triunfo sobre Estudiantes, todos se juntaron en la pizzería La Mamma para celebrar en una noche llena de estrellas. El niño comió su pizza, tomó su gaseosa, disfrutó su helado, pero mucho más saber que a su lado estaba su papá, ése que tantas veces rió y se entristeció con él, ése que estuvo en sus alegrías y en sus malos momentos. Ése con quien siempre fue feliz más allá de los embates de la vida. Ahora lo era junto a él y al plantel y los dirigentes de su amado Boca, que le hicieron más regalos y lo invitaron a cantar en un escenario. Y como broche, el presidente Angelici le obsequió un abono gratis para ver a Boca por toda la vida, recompensando tanto sufrimiento propio y ajeno a través de los años. Sí, el niño tuvo la felicidad que todo niño merece, y Boca había sido una vez más la gran razón. Y lo más importante, no era un sueño, era una realidad.
Pero no todo fue de rosa en su recorrido, claro, era como su papi le había enseñado tras la partida de su mamá. El sábado a la tarde,mientras jugaba a la pelota cerca de su casa, el niño sufrió un golpe contra una pared y debió ser internado. Su padre lo llevó rápidamente al hospital donde por suerte los médicos le dijeron que estaba fuera de peligro y consciente, pero que quedaría en observación por tres días, con lo que se perdería la final del domingo. Ni siquiera le dejaban escucharlo por radio ya que le habían establecido reposo absoluto, sin emociones, tal vez sin libertad. El pequeño lloró amargamente, mezcla de dolor y frustración, pero su papá lo abrazó. Y con su típica ternura de cada día le dijo: “No te preocupes, yo te voy a decir cómo va el partido cuando me autoricen…”. Pero no era lo mismo. El niño se iba a perder poder ver en vivo a sus estrellas por primera vez en su vida, y tal vez la gloria no tendría repetición. “No, nooo, yo quero verlo, quero escutarlo”, decía con sus errores fonéticos de infancia. Pero su delicada salud no lo iba a dejar. Por lo que pasaría la noche y el nuevo día en el hospital, sin saber de su club y sin mucha charla con su papá, ya que lo dejarían entrar poco para no entorpecer su curación. Así el padre se fue a la casita, tranquilo porque sabía que su hijito estaba protegido pero con la bronca de no poder ver con él una probable vuelta olímpica de su Boca, sólo le informaría fríamente y vaya a saber por intermedio de quién.
Llegó la noche del sábado y, tras comer livianamente, una cena lejos de sus gustos pero que acompañaba su evolución, el niñio fue dormido por una doctora que, antes de hacerlo, lo acarició y le dio un beso de buenas noches, consolándolo ya que estaba algo triste por todo lo contado. La joven y amable mujer se quedó a su lado observando atentamente cómo dormitaba profundamente, lo que era necesario para su recuperación. Mientras tanto, el papá también dormía en la casa, mucho menos tranquilo, claro, pero con ansias de que todo estaría bien al día siguiente con su Boca y eso le permitiría una alegría para su golpeado corazón.
De pronto, el niño tuvo un sueño mucho más hermoso de los que acostumbraba en la camita de su casa. Él no se daba cuenta que sólo era un sueño, porque era tan hermoso que parecía realidad. Un ángel le tocó su cabecita y viendo que lloraba por no poder ver a Boca, lo abrazó y le prometió: “Ven, te llevaré en mis alas a ver a Boca”. “¿Cómo vas a hacer, sin no puedo salir de aquí?”, preguntó con bronca. “No te preocupes, hablaré con Dios y él hará todo para que estés bien y puedas cumplir tus sueños…”, le volvió a prometer. Con su inocente alma, y en lugar de cuestionar todo como los grandes, el niño tuvo fe y el ángel lo llevó en sus alas a través de un cielo brillante lleno de estrellas fulgurantes que lo saludaban, rumbo a la Bombonera. Al llegar, el pequeño dijo que aún no era la hora del partido, era de madrugada y hacía mucho frío. El ángel lo cubrió con sus alas y lo acarició, diciéndole que no tuviera miedo, que él lo cuidaría hasta que saliera el sol y llegara el tan esperado encuentro.
Con el amanecer, el niño se encontró sentado en la platea de la Bombonera junto a unas pocas personas que, impacientes, esperaban el partido mientras comentaban de las posibilidades de campeón y el peligro de sus rivales. Al rato el niño brincó de alegría al ver a su papá y lo abrazó muy fuerte, lo necesitaba mucho después del mal momento vivido. “Gracias Dios mío”, clamaba el padre mirando al cielo mientras agradecía al ángel por haberlo cuidado. Y lo llevó a comer una rica hamburguesa con papas fritas, gaseosa y un suculento helado en la confitería del club, ya repleta de entusiastas hinchas que también comentaban la previa.
Se hizo la hora y el niño y su padre fueron a una cómoda tribuna llena de un sol que iba yéndose de a poco por la tarde, pero que alumbraba y calentaba bastante. Apenas Boca salió él levantó sus manitos saludando efusivamente a sus ídolos. Y al lado de su papá vio cómo Boca marcaba el primer gol por medio de una gran apilada de Diego Rodríguez, el 10 del equipo y goleador del torneo, uno de sus favoritos. Entretanto, Deportivo El Fuerte ganaba 3 a 0 en la cancha de Galácticos y esperaba un empate o derrota xeneize para aguarle al niño sus ilusiones. Más aún cuando Estudiantes de Las Palmas, un modesto conjunto recién ascendido y de floja campaña, conquistó el empate faltando poco para terminar por un remate de Juan Saponi que el arquero Pablo Pérez dejó escapar tontamente. El 1-1 y la goleada de El Fuerte lo privaban al de la Ribera de salir campeón; los hinchas estaban en silencio con la radio en la mano, y desde ya el niño sumaba una frustración más a las ya vividas. Llegó el final y Boca no pudo con el flojo pero estimulado Estudiantes, que le empató y le sacó el título que fue a parar a manos de Deportivo El Fuerte. Desconsolado, el pequeño se abrazó a su padre: “Papá, ¿esto es verdad o es un sueño? No puede ser que estos tontos nos c… el campeonato”. El padre sabía que sólo era un sueño, pero no quiso decirle nada para darle la sorpresa que merecía. Por eso el chiquito pasó de la bronca y el fastidio a las lágrimas. “¿Cuándo voy a volver a ver a Boca campeón?”. El papá no se pudo contener y, al verlo llorar, lo abrazó y le contó todo. “Hijito, no te preocupes, esto es sólo una pesadilla. Hoy Boca va a salir campeón, ya vas a ver…”. El hombre estaba muy seguro, como si supiera el final del cuento. “Vos haceme caso que hyo sé lo que te digo”, le confió tiernamente y dándole gran seguridad. Pero el nene no estaba muy convencido. En verdad, no entendía nada, si era un sueño, una pesadilla, una realidad o una mezcla de todo.
Pero no era un sueño. El niño se había despertado a la mitad de la madrugada y su padre, avisado por el hospital de que podía ir a verlo, había llegado y estaba junto a su cama. Y tras acariciarlo, había recibido la buena noticia de que su hijo estaba bien y que podía dejar el centro médico, aunque igualmente debía volver en la semana para ser revisado. Pero el chiquito recién se dio cuenta, en su total inocencia, de que todo era realidad cuando vino el empate de Estudiantes. En medio de su bronca, el papá le aclaró que por su golpe recién había podido despertarse totalmente esa tarde. Con alegría, el niño se vio en la realidad sanado, en la tribuna de la Bombonera junto a su papá y alentando a su querido club. Pero el atardecer impiadoso le estaba por abrir la puerta a la noche y el pequeño no tenía aún su mayor alegría, ya que el empate lo dejaba a Boca sin título. De pronto, el ángel sobrevoló la Bombonera e inspiró a los jugadores la fuerza para irse con todo en busca del gol de la victoria. Alentados por 55 000 personas, entre ellas el niño y su padre, los xeneizes forzaron ataques sobre el arco de Estudiantes pero sin ideas claras, por lo que el 2-1 se veía cada vez más lejos y el final y la desilusión de un segundo puesto, impensado tras la gran campaña del equipo, se acercaba.
Pero Dios hizo posible el sueño del niño: Faltando 20 segundos y en la última jugada del partido, Boca tuvo un córner a su favor. La defensa de Estudiantes despejó pero le dejó servido el balón a Diego Rodríguez. Y el 10 de oro le pegó de zurda intentando clavarla en el ángulo. El tiro fue bueno y superó la estirada de Daniel Converti, pero parecía por su trayectoria que la pelota se iriía afuera y así se daría el final con el empate. Sin embargo, la pelota hizo una extraña curva, bajó y se metió en el ángulo moviendo furiosamente la red de Estudiantes. Y las 55 000 personas estallaron en un grito de gol. Entre ellas, claro, el niño y su papá, pletóricos de felicidad. Ni hablar cuando el árbitro Juan Carlos Betti pitó el final y Boca se consagró finalmente campeón. Justo cuando llegó la noche y el frío viento los envolvía, el niño abrazó a su papá y los dos lloraron. Pero ahora era de alegría por el campeonato tan esperado por los dos. Y, como fue en la semana en casa o la escuela, como la noche anterior en el hospital, los dos estuvieron juntos pero ahora para ser felices. Los altavoces de la Bombonera los invitaron a ambos a bajar a la cancha, los dos no entendían nada pero fueron presurosos a recibir una posible sorpresa. Y en efecto, el club que conocía bien al hombre y a su hijo porque tantas veces fueron allí a divertirse, y sabiendo lo que había pasado, le dio un regalo extra: cuando ambos llegaron al campo de juego, el presidente Daniel Angelici le obsequió una camiseta de Boca nueva, la misma de los jugadores y una pelota de fútbol nueva, mejor que la desinflada que tenía ya que su papá aún no le podía comprar una. Y para cerrar la noche de gloria, el niño dio la vuelta olímpica con los jugadores y se sacó fotos con todos, por supuesto con Diego Rodríguez, el autor del triunfo y su ídolo. “Y, ¿estás contento?”, le preguntó el talentoso mediocampista abrazándolo. “Sííí, sí, estoy recontento”, sonrió el niño desde su más tierna inocencia. Mientras tanto, el papá habló con Angelici, que lo invitó a él y a su hijo a la cena festejo en una típica pizzería de la Boca. “Uh, qué bueno, con lo que le gusta la pizza, se va a poner contentísimo…”, decía.
Y así se dio todo. Gracias al ángel y sobre todo al Dios que como dicen sabe lo que hace, Boca salió campeón, le dedicó el título a El Fuerte, su eterno rival, y una hora después del triunfo sobre Estudiantes, todos se juntaron en la pizzería La Mamma para celebrar en una noche llena de estrellas. El niño comió su pizza, tomó su gaseosa, disfrutó su helado, pero mucho más saber que a su lado estaba su papá, ése que tantas veces rió y se entristeció con él, ése que estuvo en sus alegrías y en sus malos momentos. Ése con quien siempre fue feliz más allá de los embates de la vida. Ahora lo era junto a él y al plantel y los dirigentes de su amado Boca, que le hicieron más regalos y lo invitaron a cantar en un escenario. Y como broche, el presidente Angelici le obsequió un abono gratis para ver a Boca por toda la vida, recompensando tanto sufrimiento propio y ajeno a través de los años. Sí, el niño tuvo la felicidad que todo niño merece, y Boca había sido una vez más la gran razón. Y lo más importante, no era un sueño, era una realidad.
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