domingo, 31 de enero de 2016

CUENTO FANTÁSTICO DE VERANO: UNA MUJER CONTRA TODOS

Fue un verano como cualquiera, en esa belleza llamada Santa Lucía del Mar, a más de 200 km de Ciudad Luz. Hasta sus paradisíacas playas llegaron ese grupo de amigos para pasar unas vacaciones como cualquier alma que busca reponer energías del cuerpo. Y también, claro, del alma. Uno de ellos, Diego, estaba mal de ánimo por esos días tras una nefasta experiencia de amores, la cual trataba de superar apoyado en las lindas vivencias con sus amigos. Como ese día de pleno sol en la playa Las Rocas, donde la naturaleza esplendorosa le hacía bien y se mezclaba con la compañía de los chicos. Pero ellos eran muy locos, les gustaba la superaventura y en alguún caso hasta se pasaban del límite. Diego no aceptaba esa vida, era diferente a los demás en su forma de vivir. Eso también a veces lo alejaba de ellos, por eso también se sentía apenado.

Tras ese intenso día de playa, con mar, fútbol, pesca y caminata del grupo, todos se iban a volver a la casa que ocupaban para esperar la noche, un atractivo importante en Santa Lucía. Diego estaba solitario, ensimismado en sus pensamientos, y en un momento le volvió la tristeza a la cara. Fue entonces que una jovencita rubia se acercó a él preguntándole si le pasaba algo. “No, nada, nada”, respondió con timidez. Como ella insistió, él se quebró y le contó de sus dolores. La joven quedó conmovida y le dijo que ella también había tenido una relación muy mala y que acababa de romperla. Mientras el viento de las 7 arreciaba en Las Rocas y la charla empezaba a ser más amigable, uno de los chicos lo llamó impertinentemente: “Diego, dejá las minitas y dale que nos vamos, man”. El chico se sintió avergonzado, una vez más expuesto al loco modo de los otros, y tras despedirse de la chica con timidez se fue con ellos. “¿Qué pasa pibe, te enganchaste una minita?”, se le reía uno. Diego frunció el ceño y no le hizo caso, molesto por su pena y porque le habían frustrado uno de los pocos momentos de alegría que tenía. Mal predispuesto y con bronca, volvió a la casa, pero no habló ahí ni tampoco cuando el grupo se juntó, ya cambiado, para salir a disfrutar la vida nocturna de Santa Lucía. Y menos cuando todos se reunieron en el bar Las Perlas a cenar. Él sólo comía y miraba a su alrededor sin decir palabra, sólo pensaba en su pena y en esa joven, lamentando no haberle preguntado ni su nombre.

De pronto, Diego se fue a otra mesa, molesto porque nadie le hablaba, otro golpe en su alma. Una camarera lo atendió y él pidió un café simple. Mientras tomaba el café y miraba con melancolía el mar con la noche estrellada de fondo, una bellísima vista de Santa Lucía, de repente sintió que alguien le tocaba suave la espalda. Giró apensa el cuerpo y vio a la jovencita con quien charló al atardecer en Las Rocas, y que desde ese momento había ocupado su mente. Muy bonita, con un vestido blanco con flores y su largo cabello húmedo, ella se sentó a su lado y, muy amigablemente, le empezó a charlar y a preguntar más sobre él. Diego, entusiasmado, recuperó la alegría y al mismo tiempo lagrimeó, siempre con contrastes. La preciosa chica lo consoló y lo invitó con otro café con unas deliciosas masas. Los dos disfrutaron el menú y Diego se dispuso a pagar. Sin embargo, la jovencita lo frenó y le dijo que ella pagaría, lo que hizo enseguida. “Quedate tranquilo, no tengo ningún problema en invitarte, me encanta la gente agradable como vos”, le susurró con su dulce voz. Diego se puso muy feliz, volvió a su alegre modo de ser y se quedó catuivado por la rubia, con quien charló largo rato. Cuando uno de sus amigos fue a avisarle que se iban, Diego dijo que estaba enojado con ellos y no volvería. La chica intercedió y se ofreció: “Dejen chicos, yo me quedo con él”, evidentemente enamorada de él. Pasó la noche, la madrugada y ella lo acompañó a su caasa por la noche silenciosa de Santa Lucía. Al llegar, y atrapado por la dulzura de la mujer, Diego salió de su alma tímida y se animó a decir dulcemente: “Gracias amor, nunca había visto una chica tan dulce como vos”. La joven se sonrió y, atrapada por él y por su forma de ser, le pidió un beso. Él asintió pensando en un beso normal, pero ella lo besó suavemente en la boca. “Perdón, es que me enamoré de vos”, le dijo haciéndolo temblar. Al notarlo así, le tocóel hombro y lo tranquilizó: “No te preocupes, no tenés que amarme ni nada, sólo quise decirte lo que siento”. Diego no se quedó y arreglaron para verse. Por una vez, Dios le había dado una mano a su alma. Ella le pasó su nombre, teléfono y dirección y quedaron en verse al día siguiente.

La chica, llamada Priscilla, era distinta a las locas mujeres que invaden cada verano Santa Lucía con sus minifaldas, sus locuras y sus gritos. Ella era correcta, tranquila, dulce, derecha, amorosa. La persona que Diego buscaba. Y él creyó que había encontrado el sol en su alma. Pero sus amigos se opusieron a que él saliera con ella. “Qué, ¿ahora te vas con la mina y nos dejás en banda?” “No seas boludo, esa mina no sirve, no te va a dar sexo, ahora te quiere y después te larga”, le espetó otro cruelmente. Diego, pasional y herido de antemano, no le contestó y cada vez más se apartó del grupo. Los demás lo siguieron tirando abajo con sus ilusiones, pero él estaba convencido de que Priscilla era la persona que él necesitaba. Y cuanto más sus amigos le estaban en contra, él más quería estar con ella. Tuvo peleas con un par de los chicos, los demás se aliaron con éstos y lo dejaron de costado más de lo que ya lo habían hecho.

Diego se puso triste otra vez. Tenía que optar entre sus amigos o una mujer que, si bien buena, era desconocida y no sabía para dónde podía ir. Mientras tanto, los otros seguían en sus locuras, su música a todo volumen, su alcohol y su vida agitada. De pronto sonó su celular, atendió sin muchas ganas y se sintió muy bien cuando la voz de Priscilla lo llamaba. “Dieguito, te paso a buscar y nos vamos a pasear esta noche, ¿Querés?” Por supuesto dijo que sí. Y tras otro intenso día de playa y sol, se vistió muy bien y se fue con Priscilla. Pasearon, cenaron y consolidaron su flamante noviazgo. Pero él tenía una inquietud: “Mis amigos no te quieren”, dijo muy triste. Priscilla, muy dulce, lo acarició y le dijo: “Amor, si vos me amás nada importa”. “Sí, claro que sí, nunca vi una chica como vos”, repitió sincero. La joven le tomó la mano y lo besó en la boca suavemente, y él la besó con amor. Justo aparecieron un par de sus amigos y le dijeron desubicadamente “esa mina no te da sexo, largá hermano”. Diego no se inmutó por el lenguaje y las locuras de ellos y siguió al lado de Priscilla. Y juntos pasaron el verano en la dulce Santa Lucía del Mar, amándose y disfrutando su amor. Los demás siguieron su vida, lo apartaron pero también sufrieron problemas con otras mujeres y hasta uno fue demorado por un incidente en una discoteca. El verdadero amor había triunfado. El alma pura de Diego y de Priscilla, era mucho más fuerte e importante que la vida loca del mundo. Y así los dos vivieron un verano de real ensueño.

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