Semanas atrás escribí sobre la estrella de estos tiempos, la computación, en cuanto a cómo era en los inicios del milenio. De aquellas cosas que entonces se usaban y que ahora ni se mencionan. Pero hoy me voy más atrás en el tiempo, 30 años para ser más preciso. Es que ese 1986 lo recuerdo mucho este año, ya que fue el comienzo de mi adolescencia, mis primeros amores, mis fantasías, mi crecer, mis diversiones, la secundaria que ya describí. En medio de esos 13 años de pura alegría, quién iba a pensar en computadoras, esos aparatos enormes, raros, que ni siquiera uno sabía para qué se usaban. Ni hablar cuando escuchaba o veía en TV las pocas propagandas de algún fascículo sobre el tema. O de marcas que aparecían en los medios, tipo Drean Commodore 64. Además, la computación estaba en sus inicios con el DOS como sistema operativo, la información se guardaba en diskettes que no tenían mucha capacidad, y la máquina servía para eso, algún jueguito del que tuviera suerte de conseguirlo y poco más. Aquí pongo algunas experiencias personales con ese aparato enorme y pesado, esa ciencia del espacio llamada computación, así como yo la veía esa mitad de los 80.
Por 1981, una mañana fui a visitar a mi madre Anita que había sido operada de una uña encarnada. En ese centro vi de pronto unas pantallas como de TV, que luego me enteré que eran computadoras. Me parecían algo de otro planeta. Lo mismo cuando en 1985 me compraron una musculosa azul, muy de moda entonces, que tenía el dibujo de una PC con su teclado y todo, y en la pantalla se leía 2001 en letras tipo electrónicas.
En 1986, cuando empecé la secundaria en el Güemes de mi Carapachay, tenía Computación como materia optativa. Pero no sólo no trabajaba porque no entendía ni me interesaba, sino que en realidad iba para conquistar a mi compañera Carla Salvetti, de la que estaba perdidamente enamorado... Sí, como se podía ir de civil, yo me vestía lo mejor posible para llamar su atención y concurría allí con gran expectativa. El curso lo daba un profesor un par de noches a la semana, casi siempre en esa sala del patio al aire libre pero también en el aula al lado de la biblioteca. Trabajábamos solos en teoría o en grupo frente a las PC, y veíamos una ciencia aún incipiente, como las máquinas en blanco y negro o esos discos de 5 pulgadas y cuarto.
El gran Fernando Solé Ureña, uno de mis emblemáticos compañeros de ese glorioso primer año, recuerda esas clases. “Yo algo ya sabía porque iba a un muchacho de Villa Adelina que tenía las Commodore 64 y otras máquinas de la época. Pero esas clases de computación eran el mundo de la PC, era todo mucho más difícil. Veíamos cosas como el DOS, luego empezamos a manejar unas planillas de cálculo que se llamaban Q Pro, Lotus, algo así. Las clases tenían esa cosa de que como eran tipo 7 de la tarde en invierno, que ya es de noche, era como salir de noche para nosotros que teníamos 13 años. Y entonces era más el kilombo que hacíamos que otra cosa. Hacíamos locuras, bromas, el profesor se enojaba, lo mismo de siempre. Nos mandábamos mensajes de un curso a otro. Pero estuvo divertido”.
Por mucho tiempo yo renegué de la computación porque me parecía muy inaccesible para mi mente, y sobre todo porque, a pesar de que me insistían en casa y el colegio, no entendía cuál era la importancia de conocerla. Con el tiempo todo se fue supermodernizando y la computación, lejos de aquella prehistoria, no sólo es algo de todos los días sino que ayuda enormemente a nuestras vidas, aunque se diga lo contrario. Pero en este tiempo de hipertecnología, qué nostalgia da recordar esa computación, hoy medieval, pero en ese momento supermoderna.
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