Treinta años atrás, en el verano de 1986, hice mi hasta ahora único viaje en avión. No fue de Buenos Aires a París o Roma, tampoco al Caribe, sino uno de emergencia de vuelta a Baires debido a que mi madre Anita estaba con un problema de salud que detallo abajo. Yo le tenía un miedo tremendo a los aviones, pero tuve que ir igual; sin embargo, me lo tomé con tranquilidad y hasta fue una experiencia fascinante, toda una aventura de verano. Aquí el recuerdo.
Todo iba bien esos días. Pero de repente se complicó. Una noche en casa, a fines de ese enero, mi mamá se sintió mal, con alta fiebre; al parecer la había picado un insecto. Y entonces debimos cortar abruptamente las vacaciones y volver lo más rápido posible a Buenos Aires. Para eso viajamos en... AVION. Sí, yo también tenía que ir en ese temido medio por primera vez en mi vida...
Y así fue. Esa calurosa y soleada tarde de febrero fuimos en micro al aeródromo de Villa Gesell, y tras tomar algo en la confitería, salimos a las 4. Mi susto era grande cuando subí, y ni hablar cuando el avión carreteó y empezó a tomar vuelo. Me agarré de la mano de Fabián, sentado a mi lado, mientras masticaba fuerte un caramelo para que no se me taparan los oídos con la presión atmosférica. Por suerte me relajé y tomé naranja en el refrigerado ambiente; miraba con gran curiosidad el paisaje desde la altura y la ventanilla, de la que me explicaban por qué era hermética. Y una azafata decía en español e inglés: “En 35 minutos estamos en Buenos Aires...”.
Y llegamos nomás a Aeroparque, donde nos recibió mi papá; de allí fuimos a cenar a La Barra Costa Norte, ya que no había comida en casa. Así fue mi primera e increíble aventura en avión. Y así , también, el final de ese verano.
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