Fue una noche de ensueño. Mäs que vivirla, casi fue soñar despierto con la magia de una noche perfecta de noviembre. Así fue la de este viernes, cuando asistí a la fiesta del aniversario de la independencia de Angola, mi querida Angola, que se puso hermosa para festejar sus 41 añitos. En un imponente escenario natural, las estrellas brillaron doblemente en el agradable clima primaveral, y la música y el ambiente alegre y cálido redondearon una jornada inolvidable para mi corazón.
Invitado por la divina Rosa Mangueira, les recuerdo la jefa de prensa de la Embajada, a quien conozco por mi participación radial en Amor por Africa, viví el honor y la alegría grande de estar en medio del caluroso grupo angoleño. Llegué junto a papá a las 7 y cuarto, tras un viaje largo y complicado en colectivo y un inesperado remise, a esa residencia de las Lomas de San Isidro, zona de altísima categoría del norte de Buenos Aires. Tras pisar la alfombra roja sobre el cemento y pasar la recepción, muy bien saludados, nos encontramos con el amable Ramiro, el joven argentino asistente de Rosa, a quien yo buscaba con ansias para darle un beso, pero una lástima que no apareció. Y las correctísimas recepcionistas nos pidieron sacarnos una foto protocolar con Hermínio Joaquim Escorcio, el embajador. El hombre, impecablemente trajeado, me saludó dándome la mano, yo lo saludé en portugués “Boa noite, feliz dia da independença” y le pregunté “¿vocé é o embaixador?”, con aplomo de mi conocimiento del idioma por TV Bandeirantes del 93. Me contestó sí amablemente, me tomó del hombro y posamos para la foto. De esa entrada bajo techo al imponente parque, lleno de mesas con manteles blancos, una pileta enorme iluminada, luces blancas por todos lados y hasta un pasto tupido, tan prolijo que asombraba, pura clorofila. “Nunca vi nada igual, tanto lujo”, comentaba extasiado papá mientras degustaba las entradas y la bebida que las mozas traían. Un gentiío argentino y africano, vestido de etiqueta, era el sonido de la reunión. Todo era impecable, todo fue impecable.
Ahí estuvimos parados un rato, admirando el atardecer naranja que caía sobre la fiesta angoleña, matizado por la cadenciosa música funcional. Yo no podía creerlo, no lo pude en toda la noche. Llegó la negrura nocturna, sólo cortada por el brillo de las luces del parque, y en semejante belleza visual, tipo 8 y media, comenzó formalmente el festejo, con los himnos de los dos países. Yo canté el argentino y seguí con curiosidad el de Angola, aplaudiendo en muestra de amor profundo. Acto seguido llegó el discurso de Escorcio, muy ameno y poco contracturado pero sobrio, en portugués y luego traducido al español e inglés por una joven mujer y al francés por otro joven. Enseguida, al borde de las 9, empezó la opípara cena, en mesas con cuatro copas y dos vasos por comensal para dar una idea del momento. Yo no pensaba en comer, primero que no tenía mucho hambre,segundo que la felicidad que sentía la dejaba de costado, enganchado entre el presente y los recuerdos del 85 que ya conté. Y sobre todo, por mi miedo escénico con la comida, que el embajador había anunciado que sería típica de Angola. Tenía referencia de cuando visité a Rosa en 2014 que los angoleños consumen mariscos. Y en efecto, llegaron cazuelitas con carne hervida, la famosa “feixoada” (similar a las lentejas) y todo tipo de frutos de mar, pulpo, bacalao, sardinas, entre otros. Todo regado por varias clases de bebidas con y sin alcohol, yo tomé Coca Cola helada mientras saboreaba aliviado la carne, que papá me fue a buscar de unos puestos cerca de la entrada.
En el transcurso de la cena, y mientras oía angoleños sentarse cerca nuestro, uno me saludó “buenas noches” en trabajoso español, y yo respondí “boa noite” con seguridad. Y un rato luego, apareció lo mejor de la preciosa noche: la exhibición artística angoleña, con varios números de danzas bajo un increíble fondo musical autóctono, rigurosamente descripto por el presentador argentino. Así fueron pasando la revita, la kisomba y al final el kuduru, llenas de despliegue y juego de luces perfectos. Y cuando yo creía que todo sería color rojo y negro, los de la nación del suroeste africano, un impactante “enganchado” bailable matizó la jornada. Y al borde del gran escenario, la gente se puso a mover desenfrenadamente, en un amplio abanico musical que fue de Roxette y David Lee Roth a Gilda, Osmani García y Ricky Martin. Nosotros seguíamos todo desde nuestras perfectas sillas, aunque luego nos acercamos al lugar. Mientras tanto, nos sorprendíamos con la presencia del ex secretario de Comercio Guillermo Moreno, y saboreábamos exquisitos palitos de helado, lujosa torta y delicioso café bien angoleño, fantásticamente atendidos por las mozas. Todo el tiempo, mi mente jugueteaba entre lo que estaba viviendo y 31 años atrás de esos días de primavera 1985, lo que me llenaba el alma.
Cerca de las 11 y 20, mientras la música seguía retumbando a puro ritmo y sonido, decidimos irnos, no había mucho más, al menos no nos enteramos. Y saludamos a Ramiro, que me felicitó por haber estado y nos charló divinamente; le consulté por la estrella faltante. “¿Dónde anda Rosa?”, con tono de ansia. “Je, sólo Dios sabe”, fue su clara respuesta. Parece que mi querida amiga angoleña estuvo en la organización y luego se fue, si no la hubiéramos visto. Me despedí de él, que me prodigó un abrazo más cálido que su gente, y tipo 12 abordamos el auto que nos devolvió a casa. Así fue el sueño. Mágico, precioso, feliz. Como un cuento. Como la realidad de esta mágica noche, como la de la independencia de Angola. De mi dulce Angola.
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