Entre tantos defectos que padecemos como sociedad, tenemos uno que, lamentablemente, nos caracteriza: no escuchar. Los argentinos solemos pasárnosla hablando, hablando, hablando. Pero no escuchamos al otro.
Esto lo quise escribir hace tiempo, pero más después de lo que viví el fin de semana en dos lugares: el viernes para sábado de Reyes, mi primer recital de música en La Cueva Bar y el domingo en la misa. En La Cueva,si bien agradezco total el cariño, la gamba, los aplausos, algunas cosas no me gustaron. Por ejemplo, cuando canté el recordado lento Casualidad de Los Rancheros, todo el mundo charloteaba, hablaba, se reía, por lo que quedé bastante desprolijo. Y en la misa, lo que hace años soporto como puedo, los nenitos correteando, jugueteando, haciendo ruido, como esa nena que jugaba y gritaba en plena misa. No es culpable ella, sino los padres que no le enseñan que la casa de Dios no es un parque de diversiones.
Son dos ejemplos claros de que no sabemos escuchar. O, peor, no nos interesa un pepino. Es otra razón de cómo somos y como estamos.
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