Fresco, llovizna, viernes, último día de la agitada semana. Quién pensaría en dar una vuelta por la calle. Hay quien lo piensa, y al pensarlo descubre que pasear a esa hora y en ese marco es una maravilla. El agua moja pero no molesta, al contrario, uno la disfruta, incluso si tiene que por poca fortuna pisar un charquito inesperado. Recorre el camino con mil elementos mientras sus sentidos se fijan en todo. El ruido de autos, de colectivos, el calzado de la gente al pasar, el de alguna campera voluminosa, el de las botas con taco de las mujeres. Las luces de los comercios, de las más chicas a los tubos bien brillantes, que forman un perfecto video. Las charlas de los paseantes, de las más tranquilas a esos vozarrones que se oyen de vereda a vereda, la de algún bebé en cochecito que también da una vuelta pero ni se entera. Uno va mirando, entra en algún negocio, hace alguna compra, en otros mira simplemente. Mientras, un viento lo sacude hasta su cabeza, pero él ni se inmuta, está más pendiente de esa música pop 80 que sale de un parlante del negocio de ropa de la cuadra. Tiene la campera algo mojada, pero más le entra ver esa tele de qué sé yo cuántas pulgadas con 4k de la cadena del hogar de más allá. Y luego de media horita de salida espontánea, vuelve a su casa pisando charquitos, mojándose un poco, sintiendo el viento fresco que bajó un par de grados, pero tranquilo, contento con la vuelta.
No todo es apuro, horario, programa. Uno disfruta, se despreocupa, vive. Un momento de placer en nuestra vida, aunque sea así de simple, es una real maravilla. Cualquier día, hora y lugar. Como, por ejemplo, ese paseo lluvioso a las seis de la tarde.
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