El
lugar símbolo de mis comienzos católicos en mi gloriosa primaria, una modesta
pero hermosa iglesia ubicada al lado del patio de Gimnasia, cuya pared exterior
era blanca y tenía una pequeña puerta y un escaloncito como entrada. Y su
interior me recuerda tantas y tantas tardecitas de catequesis, pasaba tanto
tiempo allí como en el aula; incluso en los primeros años la usamos para música
o gimnasia, quizá por falta de lugar. Tenía piso de cerámica beige, columnas
gruesas y los acostumbrados largos bancos marrones de madera. Pero el rasgo
inconfundible eran sus ventanas con vidrios divididos en cuadritos de colores
(rojos, verdes y azules entre otros).
Del
otro lado había ventanas corredizas con alambrado cuadrado que se veían desde
afuera. El altar daba espaldas a una enorme pared marrón, sobre la que se veía
la cruz del mismo color. Y el sagrario era de oro, todo un lujo. Unas luces en
el techo en la parte del altar y bellos canteritos de ladrillo blanco
completaban la preciosa escenografía de la iglesia.