Para ganar un Mundial, nada más ni nada menos que un Mundial, el Olimpo del fútbol, no sólo hay que tener buenos jugadores, lindo juego, grandes superultrafiguras, grandes goleadores. Se sabe, hincha tribunero, que se necesita algo más. Ese "fuego sagrado" que le llaman que marca la diferencia entre los grandes y los campeones.
Argentina, por supuesto, sigue siendo un ghrande, por algo tiene dos títulos del mundo y tres subcampeonatos, además de otros tantos torneos alrededor del planeta. Pero quedó demostrado que estos últimos años se cayó de jerarquía, se empequeñeció, se convirtió en un equipo ganable. Uno, usando un término liguero, de mitad de tabla. Y en este Rusia 2018 penoso, más allá de todos los líos previos posibles, no tuvo pasta, como hace rato no la tiene, para conseguir el éxito. Esa pasta de campeón del 78, del 86, más allá de que las comparaciones son odiosas.
Llegó demasiado lejos en el Mundial, ésa es su realidad hoy por hoy. Porque lejos nunca puede ser octavos de final para Argentina. Pero esta albiceleste no podía arribar más lejos. Cómo podría cuando va venciendo a Islandia (Islandia, ninguna potencia) y a los cuatro minutos éste le empata, y luego no puede ganar. Cuando Croacia le hace un gol tonto y termina en abultada derrota, con su estrellita de propaganda Messi mirando el piso. Cuando iba 2-1 con este Francia que no había hecho tanto en el torneo, y en un rato lo pierde. Cuando, en 2017, Nigeria lo pasó por arriba y le dio vuelta aquel 02- en Krasnodarsk. Como no fue contra las mismas Super Aguilas el otro día, cuando se triunfó con la garra que pedía la situación.
Pero esta Selección, adentro y afuera de la cancha, no tuvo reacción, no pudo con gigantes ni tampoco con pequeños. Entonces, una vez más, cae al lago del fracaso. Al fracaso de tantas bajas actuaciones en Mundiales, salvo 2014. AL fracaso de las finales de Copa América perdidas con un tal Chile. Al fracaso estrepitoso de quedar tan rápido, cuando faltan quince partidos, de la Copa del Mundo.
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