En mis primeros años, mi amada casa natal de la calle Ramón Castro, en el corazón de mi Carapachay, era muy modesta y totalmente distinto a lo que fue después, sobre todo en la distribución. Se caracterizaba por el majestuoso salón de danzas donde mamá daba clases, ubicado en la parte alta y al que se llegaba tras subir una escalera verde de cemento que se cortaba en ángulo recto y estaba pegada al comienzo del corredor.
Y nosotros vivíamos en la planta baja, donde los ambientes eran pequeños. La cocina se convertía en comedor los mediodías de semana, gracias a una mesita rectangular blanca pegada a la pared. A la izquierda estaba la habitación de mis padres y, a la derecha, lo que luego fue el comedor era la mía y de mis hermanos con las tres camas que configuraron una rareza. El living secundario era el lugar de la cena, con una lámpara grande que iluminaba aquella vieja mesa marrón redonda y, en la esquina izquierda, una TV blanca y negra propia de la época.
El patio tenía piso de cemento con líneas de piedritas y el lindo jardín con aquel cactus, y estaba el antiguo lavadero de azulejos amarillos y el inolvidable quincho. Adelante había un solo garage, ya que el otro era un patio con un banco de cemento y un canterito detrás con pasto y flores. Al lado de ése estaba el cantero redondo de cerámica y el garage de techo rojizo y columnas de fierro verde. La casa no tenía rejas, las que se fueron poniendo con el tiempo.
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