Como si Dios quisiera aparecérseme, este lunes 23 por la noche me dio en la mano otro momento de gloria para mi corazón. Cómo llamar de otra forma regresar al barrio donde naciste y viviste tus primerosaños, que ya es mucho. Y encima, hacer lo que te gusta y rociado del amor de un gentío. Así fue precisamente lo que viví anoche, al presentarme cantando mi Canción para Carapachay nada menos que en el ya tradicional Carapachay No Duerme, un espectáculo de música dentro de una movida comercial interesantísima, organizado entre otros por la cadena de heladerías CR.
La bellísima noche que Dios construyó después de un día de 32 grados tuvo como toda grande su historia con cada momento. Junto a papá Rafael, a quien decidí regalársela con justicia, llegué en remise a eso de las ocho menos cuarto del perfecto atardecer, que ya estaba matizado por los números de zumba y demás bailes de moda, sonorizados por música de alto impacto auditivo. Tras merodear por la cortada avenida Independencia, la principal carapachense, entramos al nuevo local de la heladería, y minutos después Guille, el organizador principal, me saludó y alentó mientras me avisaba que e en un rato tocaría (estaba pactado a las 20.30 aproximadamente). Luego vino Norma, su simpatiquísima mamá, y tras abrazarme y saludarnos nos convidó un cuarto del deleitante helado.
Saboreaba el chocolate y vainilla mirando el atardecer por el ventanal, y al mismo tiempo estaba ansioso y concentrado en semejante responsabilidad, una real final del mundo. Entonces entraron los adorados chicos de la secundaria, que reencontré hace un mes y que vinieron a verme "en patota", como suelen decir. Diego Solimena y el "Negro" Rodríguez fueron los adelantados, pero luego ingresaron las calurosas mujeres que me demostraron su amor, con la desopilante "Mongui" Dib a la cabeza. El cariño ilimitado de mis eternos compañeros de la promoción 1990 me iba cargando el tanque del alma, pero yo intentaba que no me sacara de eje.
Y llegó el ansiado momento, luchado durante meses por mi, hasta en duda poco tiempo atrás. A las 20.34, Guille vino a buscarme y me acompañó de la heladería al escenario callejero, mientras me repetía que todos estaban pendientes de mí. A mi paso al cruzar la calle, los chicos apostados cerca del escenario me gritaban cual si yo fuera el Papa. Y Guille comentaba mientras me dejaba en el borde del escenario: "No sabés, cuando sabían que salías los fotógrafos estaban zarpados por sacarte fotos". Yo trataba de aflojar, pero era cada vez más lo que recibía de cariño, aliento y ansiedad al mismo tiempo. Traté de estar relajado, pero era más las ansias y la concentración en mi futuro trabajo, por lo que igual no reparaba en el bullicio, ni siquiera en la potente música de fondo que matizaba la ya entrada noche.
Y fue la cumbre. A las 20.55 subí acompañado por Guille al escenario. Me instalé en un silloncito que según él me consiguió especialmente para quedar lindo, no era lo mejor para tocar pero acepté. Probé sonido con los excelentes profesionales que me rodearon, y tras saber que la guitarra estaba afinada me quedé tranquilo. Probé el micrófono y su perfecto sonido me daba más pie para hacer las cosas bien. Y ahí el locutor, Pablo, me empezó a anunciar. El griterío de los ex adolescentes del Güemes se hizo sentir enseguida. Y qué decir cuando minutos después me presentó oficialmente. Yo respondía tranquilo y simpático con la derecha en alto y arrojando besos, pero con ganas de largar. Y tras unas palabras que preparé pero dije del alma, comenzadas con un emotivo "Buenas noches Carapachay", toqué y canté el alegre lento que , paradójicamente, una depresión creó en aquel invierno de 2014, cuando me mudé de Carapachay a Villa Adelina.
Cantaba y punteaba la Fonseca mientras intentaba interpretar sentidamente el tema, de vez en cuando cerraba los ojos (movimiento típico en mí) y los abría para ver las luces preciosas que adornaban de gala la noche. Me fui soltando con el primer estribillo, con un típico "qué dice", y las palmas de mi barra respondieron automáticamente. Entre el sonido, mi trabajo, los ensayos de la semana y mi confianza en mis fuerzas, todo salió más perfecto de lo esperado. Y el "Viva Carapa" fue el broche de oro de semejante momento, que me terminó de emocionar y a los pibes de explotar de alegría, igual que cierta gente que los rodeaba, entre ellos papá.
Sueño cumplido, me dije mientras Guille, estricto, me tomó de la mano y casi me sacó del escenario, la apretada grilla del Carapa acortada de última era la culpable. Pero yo ya estaba satisfecho. Sin embargo, la alegría no terminó ahí. Uno a uno, los chicos me abrazaron y hasta alguno se emocionó de más. La primera fue la dulcísima Ale Isopi. "Estoy orgullosa de vos", me abrigaba mientras me apretaba emocionada, y yo a ella y su largo pelo rubio. Lo mismo con todos y con Martín, el seguidor carapachense hacedor de este momento, conocido el verano anterior y que hasta se puso a llorar.
Y el cierre era como debía. La alegre Patricia Ramos, uno de los profundos corazones de este tiempo, me daba la noticia de yapa. "¿Te molesta si tu papá viene a cenar con nosotros?", consultó. "¿Qué, vamos a ir a comer?", fue mi redundante y feliz respuesta. En efecto, la corpulenta rubia me llevaba de su brazo hacia El Nuevo Cóndor, la legendaria parrillita de Carapa. Y con suculenta cena (parrillada, papas fritas, postre, bebidas) cerramos junto a Dios, creador de estas magias, la noche más grande de mi 2019 musical y, probablemente, de mi vida personal, muy complicada este año. Ellos, los eternos compañeros del secundario, me la regalaron. Él, mi Carapachay amado por la eternidad, me la regaló. Ella, mamá Anita, la vio desde el superpullman celestial. Como dice la increíble canción que el cielo compuso, me di una vuelta por mi Carapachay. Una vuelta infinitamente gloriosa.