Otra vez la política mal entendida se entrometió en el hermoso fútbol del Mundial. Como Italia 34 y Mussolini, como Hitler con la Alemania del 38, como Stalin con la Unión Soviética en el 54, como la guerra El Salvador-Honduras del 70. Una maldita repetición de la locura se dio para 1973, cuando Chile y la URSS se jugaban una repesca para clasificarse para el torneo de Alemania Federal del año siguiente.
Antes de los oscuros sucesos en el país trasandino, debía tener lugar la llave, que ya venía con problemas. El presidente de la UEFA, el suizo Gustav Wiederkehr, había cuestionado que Sudamérica contara con cuatro plazas en un Mundial Europeo, por lo que pidió a la FIFA que reviera los cupos. Se sentaron a negociar con la CONMEBOL y, como no se pusieron de acuerdo, los sudamericanos aceptaron la repesca entre un ganador de grupo del Viejo Mundo y el de la zona 3. Los soviéticos eliminaron a Francia e Irlanda y se clasificaron para el repechaje, donde enfrentarían a Chile, que también llegó con aventuras luego de derrotar a Perú en tercer partido, debido a igualdad en puntos y goles en los anteriores.
El encuentro de ida se jugaría en Moscú el 26 de septiembre de 1973. Dos semanas antes, el 11 de septiembre, una revolución dirigida por el general chileno Augusto Pinochet derrocaba al gobierno democrático de Salvador Allende. El régimen detuvo miles de personas y los encerró en el estadio Nacional de Santiago, escenario de la revancha, donde fueron torturados o asesinados. La URSS rompió relaciones y no reconoció el régimen, y el partido de ida estuvo a punto de no jugarse.
La selección chilena viajó a Moscú, donde ninguna autoridad de su país los recibió; incluso, sus figuras Carlos Caszely y Elías Figueroa fueron retenidos por agentes de migraciones por supuestas irregularidades en sus pasaportes. Los futbolistas iban a ese partido con la condición de que no hicieran mención política, porque sus familias estaban bajo vigilancia militar. En tanto, las autoridades soviéticas no dejaron entrar periodistas ni cámaras. Finalmente, en el Zentralstadion de la capital, ante 60.000 personas y con un ambiente muy tenso, ambos disputaron la ida e igualaron sin goles.
Con semejante panorama en el país del desquite, lo más lógico era cambiar de sede, lo que la URSS solicitó a la FIFA, pero tanto ésta como Chile se negaron. La instaurada dictadura quería dar una imagen de normalidad y ratificó al estadio Nacional como escenario. La entidad madre inspeccionó el Nacional, donde los presos fueron ocultados o trasladados al desierto de Atacama, por lo que obviamente no vio nada raro, además la inspección fue muy ligera, y así determinó que no había problemas para jugar. Ante tamaña complicidad, la selección soviética, acertadamente, resolvió no viajar y le envió una carta a la FIFA que decía: “Por consideraciones morales, los deportistas soviéticos no pueden en este momento jugar en el estadio de Santiago, salpicado con la sangre de los patriotas chilenos”. Por lo tanto, la entidad, tan alegre como descaradamente, le dio el partido ganado a Chile 2-0 y la clasificación a Alemania 74.
El país aún tuvo la desfachatez de exigir una indemnización de 300.000 dólares a los soviéticos. Por su parte, la FIFA dispuso, nuevamente en gran descaro, que el encuentro se jugara sin el rival. La farsa aconteció el 21 de noviembre, ante 15.000 personas. Los chilenos entraron a la cancha, sacaron del medio, se pasaron la pelota y al llegar al área, el capitán Francisco “Chamaco” Valdés envió al arco libre el balón para marcar el gol simbólico del pase mundialista. Había concluido un nuevo capítulo de la vergüenza hecha fútbol. Lo lamentable es que la locura de la muerte y la represión se prolongarría varios años más.
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